domingo, 5 de julio de 2009

Cementerio Viejo

Cuantas anécdotas de la calle Cementerio Viejo. Un nombre muy peculiar para una comunidad cargada por las penumbras de los gritos que nadie quiere escuchar y las peticiones incumplidas con aires de complacencia. Cualquiera puede pensar en tumbas áridas llenas de musgo y con mucha falta de oxigenación, olor a flores muertas y cruces enclavadas hasta el zócalo de la desesperanza. Se trata solo de una comunidad vista a través de los ojos de una niña que todavía crece para sus adentros y se convierte en mariposa algunas noches para sobrevolar en inhóspitos recuerdos. En la calle Cementerio Viejo se confunden los deseos de superación con la inusitada desesperanza que invade los corazones.






La Bruja
Todavía recuerdo a doña Aida, mejor conocida como la bruja porque con su innumerable manada de animales tenía el barrio cargado de maldiciones, malos pensamientos e inmundos deseos, todos directos a su persona. Las viejas del lugar contaban y no acababan, que la bruja de doña Aida tenía el barrio maldito porque día y noche, entre conjuros y calderos desesperados, revolvía su mala lengua para llevar el mal a casa de sus vecinos, que como buenos católicos no le dirigían ni la palabra. Siempre existen excepciones y una de ellas era doña María quien le daba su saludito y luego se persignaba con la esperanza de no caer en boca de la bruja de doña Aida que con la ayuda de Mauro podía hacerle algún mal. Mauro y la bruja eran inseparables, ella pasaba horas acariciándolo en público y provocando la habladuría de las viejas de ventana. Mauro se retorcía de placer ante el arrullo de la bruja que a la menor provocación, cuándo él no llegaba a la casa temprano lo llamaba a viva voz: “¡Mauro! ¡Mauro! “ . Era su gato favorito, negro como el azabache, con sus dos aceitunitas alumbraba la seca vivienda de madera vieja que los albergaba. Al parecer, Mauro llenaba los rincones apartados de un desolado corazón y desbordaba en él todo el amor que nunca recibió. La doñita tenía una joroba en su espalda que parecía el cargamento de todas sus culpas y pesares. Apenas podía enderezar su envejecido cuerpo aunque eso no impedía que caminara al pueblo todos los días en busca de ingredientes para sus hechizos. Al menos eso pensaban todos hasta que un día, con la bolsita de los encargos en la mano, unas hojas extrañas se asomaron como buscando algo de libertad. Enseguida sus prejuiciadas vecinas empezaron las oraciones para reprender cualquier intento maléfico sobre sus hogares. Llegando a su casa, tratando de subir al balcón a doña Aida se le cayó el bolso y comenzó la danza de las verduras por toda la acera. Eran los ingredientes de un rico asopa’o que prepararía esa tarde con una afortunada gallinita que tenía guardada en su cuarto.

Continuará...

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